A
debate está actualmente el exceso de velocidad tras el fatal accidente de
Santiago.
El ciudadano y conductor de a pie diario
presume de su coche, de su cilindrada y potencia , lo coloca en las redes
sociales y socialmente es bien aceptado, algo que me repugna personalmente.
Cuando el fenómeno trasciende a un conductor que lleva en sus manos un autobús
o un maquinista de un tren, tras una tragedia surge primero el luto y el dolor,
luego las condolencias y unas semanas después lo olvidamos y el debate sobre la
velocidad desaparece.
Estoy harto de ver como un moderado número de conductores
transitan por medios urbanos, carreteras secundarias y hasta autovías o
autopistas, a excesiva velocidad.
He
podido comprobar conduciendo correctamente, como persona educada y cívica que
me considero, que ese respeto a las señales de tráfico, se traducen en algunas
ocasiones en pitidos en centros urbanos, adelantamientos inadecuados y
altamente peligrosos en carreteras secundarias o autovías, e incluso
ocasionalmente han llegado a insultarme.
Intento siempre vivir inmune a la locura
colectiva de la velocidad, pero me indigna oír a ciudadanos comentar que los
radares que colocan las fuerzas de seguridad tienen el objetivo de recaudar.
No
solo me indigna, me da mucha pena pensar que no lo hagan con mucha más
frecuencia, porque en realidad no recaudan dinero, están recaudando vidas.
El
accidente de Santiago no devolverá la vida a ninguno de los muertos, pero en
unas semanas el debate sobre la velocidad desaparecerá y aguardaremos la
próxima tragedia, por otra parte imposible de evitar.
Publicado en la voz de miróbriga, 3 de agosto de 2013. página 2.
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